RAOUL HAUSMANN EN IBIZA
EL DADAÍSTA QUE APRENDIÓ A DESCODIFICAR PAREDES BLANCAS

Dibujo: Raoul Hausmann, Gabriel Torres Chalk
Antes de la mudanza a Ibiza, Hausmann es una figura cardinal de la vanguardia: uno de los nombres asociados al Dada berlinés, agitador de fotomontajes, manifiestos, choques eléctricos contra el buen gusto.
Después de 1933, la palabra “vanguardia” se vuelve peligrosa en Alemania: el régimen nazi persigue y estigmatiza a artistas y obras, y muchos creadores emprenden el camino del exilio. En ese contexto, Ibiza no es un capricho: es una salida de emergencia. Pero lo interesante no es solo que se refugie: es qué se hace con el refugio.
Raoul Hausmann llegó a Ibiza en marzo de 1933 con la precisión discreta de quien sabe que el calendario puede convertirse en arma. En Alemania el aire empezaba a oler a archivo policial: el arte se clasificaba, la disidencia se etiquetaba, la imaginación se trataba como contrabando. Y él, que venía del dadaísmo berlinés —esa fábrica de escándalos lúcidos donde el fotomontaje era una bofetada con guante de hierro— eligió una isla que entonces no era un eslogan, sino un lugar: Ibiza, donde se quedó hasta 1936.
Lo interesante es que no llegó a “descansar”. Llegó a cambiar de respiración. Hay exilios que te arrancan el idioma y otros que te lo devuelven de otro modo; Ibiza le devolvió a Hausmann una lengua hecha de cal, sombra y proporción. El agitador que en Berlín cortaba periódicos como quien desarma bombas, en la isla aprende a leer paredes.
Y ahí empieza la verdadera rareza: el dadaísta no deja de ser dadaísta, pero sustituye el altavoz por el oído. Como si hubiera entendido que, cuando el mundo se vuelve propaganda, el grito puede volverse una jaula más. Ibiza le ofreció otra clase de radicalidad: la estética de lo mínimo.
Ibiza, en esos años, aún funcionaba con una lógica rural mediterránea: caminos de polvo, economía de medios, vida medida por estaciones y viento. Lo que hoy se vende bajo postales y tópicos como “blanco ibicenco”, no era marca: era técnica. La casa payesa no pretendía ser bonita para nadie, solo eficaz: mantener el fresco, domesticar la luz, negociar con el calor.
Y Hausmann, que había pasado la vida interrogando la modernidad a base de choque, encontró en esas casas una modernidad alternativa: una modernidad sin ruido. No vio decorado, vio sistema. Y se puso a trabajar como se trabaja cuando algo te importa de verdad: caminó, observó, registró, fotografió, dibujó, tomó notas, convirtió la isla en un cuaderno que no era de vacaciones, sino de estudio.
Hay un punto casi cómico —y por eso mismo conmovedor— en imaginar a Hausmann, criatura de vanguardia, fascinado por una arquitectura que no necesitaba vanguardia para existir. La casa payesa le daba una lección sin teoría: que la forma y la vida pueden encajar sin proclamación. Que la inteligencia puede ser anónima, transmitida por manos que no firman manifiestos. Que la estética, cuando nace de la necesidad, no pide permiso.
Y es precisamente ahí donde su mirada se vuelve política sin pancarta: frente a los delirios monumentales de la época, él atiende una arquitectura hecha de módulos aditivos, de sobriedad, de una geometría que no impone, sino que sirve. Ese gesto —mirar lo humilde como si fuera un artefacto de futuro— es una inversión de valores: lo que el poder desprecia como “atrasado” se revela como una tecnología de supervivencia.
La documentación que produce en Ibiza no es un capricho lateral. Ha sido estudiada como un trabajo serio, atento a la arquitectura rural ibicenca, y ahí se ve al Hausmann menos caricaturizado: no solo el iconoclasta, también el observador minucioso, casi etnográfico, que entiende que un escalón, una orientación, un grosor de muro dicen tanto de una civilización como un programa político.
Es como si hubiera descubierto que la isla guardaba un tipo de conocimiento que Europa estaba perdiendo: el conocimiento de habitar. Habitar como verbo completo, no como trámite inmobiliario. Habitar como pacto con el clima, con la luz, con la sal, con la comunidad. Ibiza le enseñó que una pared puede pensar.

Dibujo: Ibiza inspiración dadaísta, Gabriel Torres Chalk
Y de esa convivencia nace también escritura. Su obra vinculada a la estancia ibicenca aparece referida bajo el título Hyle (o Hyle II), asociada a esos años: un proyecto literario que no conviene reducir a “libro sobre la isla”, porque la isla, en su caso, es más bien un catalizador. No se trata de convertir Ibiza en souvenir, sino de usarla como lente: para mirarse y mirar la época desde un lugar donde el mundo moderno aún no había colocado su maquinaria completa e implacable.
El exilio, además, tiene esa cualidad: te vuelve extraño en todas partes, incluso en el paraíso. Por eso la mirada se afila: porque nada termina de pertenecerte y, al mismo tiempo, todo te atraviesa.
Hay otra capa, más incómoda y más verdadera: el refugio siempre es frágil. Hausmann permanece en Ibiza hasta 1936, y el cierre de esa etapa coincide con el deterioro brutal del contexto español y europeo. La historia no sabe bajar el volumen cuando debería: vuelve a subirlo. La isla, que había sido una especie de paréntesis de claridad, también queda atrapada en el torbellino.
Y sin embargo, el hecho de que el refugio se rompa no invalida lo que ocurrió dentro. Al contrario: lo vuelve más nítido, como una fotografía tomada justo antes de que el humo tape el paisaje.
¿Por qué importa esto hoy, en una Ibiza que muchas veces se mira en espejos de neón? Porque Hausmann funciona como una advertencia elegante: la isla no es solo escenario, es contenido. Antes de ser mito global fue una inteligencia local. Y su mirada —la de un hombre entrenado para detectar las costuras de la modernidad— nos devuelve una Ibiza que no se deja consumir tan fácil: una Ibiza donde la belleza no era adorno, sino consecuencia; donde el blanco no era estilo, sino estrategia; donde la sobriedad no era pose, sino solución.
Si uno quisiera ponerse futurista diría que Hausmann vio en la casa payesa una especie de prototipo: un diseño anterior a la palabra “ecodiseño”, pero ya obediente a sus leyes físicas y éticas.
En el fondo, su historia en Ibiza propone una forma de resistencia que hoy sigue siendo rara: resistir burlando la rutina de la mirada. Resistir documentando. Resistir cambiando el tipo de arma: del fotomontaje como puñetazo al cuaderno como bisturí.
Y quizá por eso su exilio ibicenco tiene algo de lección íntima para nuestra época, tan llena de opinión instantánea y consumo tuiteado: a veces lo más disruptivo no es gritar más fuerte, sino escuchar mejor. Escuchar una pared. Escuchar una sombra. Escuchar cómo un lugar, sin decir nada, te reeduca el pulso.
Por Gabriel Torres Chalk
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