CHRIS REA: TAKE ME TO THE PLACE THAT I KNOW

Caracola con forma de Formentera, de Gabriel Torres Chalk

Hay despedidas que llegan como un portazo y otras como una puerta que se entorna despacio, dejando pasar un frío que no sabías que estaba ahí. La de Chris Rea ha caído en pleno calendario de luces y villancicos, cuando Europa vuelve a tararear Driving Home for Christmas, ese tema que cada diciembre reaparece como un coche familiar en la niebla.

Formentera —esa palabra que suena a brisa que dobla una persiana azul— no fue para Rea un simple decorado mediterráneo. Fue una pasión, refugio de una vida, y un laboratorio íntimo donde su música aprendió a respirar despacio. Allí nació, incluso se volvió inevitable, On the Beach, ese tema que parece escrito con sal en la punta de los dedos y con una melancolía que no se queja: se queda mirando al fondo.

“Take me back to the place that I know” no es solo un verso: es una brújula. Una manera de pedirle al mundo que baje el volumen, que apague las luces de neón del calendario y te devuelva a un punto exacto del mapa donde el corazón —por fin— entiende el idioma del cuerpo. Ese verso de On the Beach (1986) suena hoy diferente.

Durante años se le ha recordado como el músico que, cada diciembre, nos mete on the road en un coche con calefacción tímida y tráfico existencial (Driving Home for Christmas). Pero reducir a Rea a la postal navideña es como decir que el Mediterráneo es un charco bonito: falta el fondo, falta el salitre en la garganta, falta la paciencia de la luz, falta un faro. Rea —cuando estaba en su centro— escribía canciones que no iban hacia el futuro como una autopista, sino hacia atrás como un camino de tierra: hacia el lugar donde uno sabe o conoce.

On the Beach no nació de un estudio aséptico ni de la maquinaria de la industria. Nació, según contó el propio Rea, de una sensación de eternidad (Bachelard). Eternidad. Palabra peligrosa si la pronuncia un vendedor; palabra precisa si la pronuncia alguien que ha vivido el ruido desde dentro y ha conseguido, aunque sea por temporadas, volver a ese lugar. Y por eso el verso “Take me back to the place that I know” es intenso: no pide una aventura, pide un regreso. El lugar que conozco. El lugar donde mi sistema nervioso deja de tener reuniones.

Hay gente que viaja para coleccionar; Rea viajaba para desaprender. Para quitarse de encima el exceso de mundo. Si uno escucha On the Beach con la oreja limpia, la canción no presume: respira. Es una melodía que camina descalza. Y también, por qué no decirlo, era una forma de amor con coordenadas: una reinvención ancestral.

Lo hermoso es que Formentera aparece como sensación. Rea no escribe Formentera como quien etiqueta una foto. Escribe “the place that I know” como quien señala un lugar dentro del pecho. Y eso encaja con la isla real: Formentera es pequeña, sí; pero su tamaño no está en los kilómetros, está en la intensidad con que te insta a mirar despacio. Allí el paisaje no te grita: te sostiene. Te deja espacio para que vuelvas a ser alguien que no está respondiendo mails.

Incluso el vídeo de On the Beach se ancló físicamente en esa mitología: se rodó en Es Caló de Sant Agustí, en una casa llamada Amanecer. La canción suena como un amanecer que tarda. Como si el sol, antes de salir, negociara con el mar. Rea no buscaba un decorado de lujo: buscaba una autenticidad blanca, casi minimalista. Una pared encalada. Una línea de horizonte. El milagro humilde de que nada pase y, aun así, todo se mueva por dentro.

Rea tuvo una carrera larga, popular, a ratos masiva, con éxitos que atraviesan décadas; publicó 25 álbumes de estudio y vendió decenas de millones de discos. Pero la popularidad es una hoguera caprichosa. Formentera, en cambio, parece haber sido para él el agua: la forma de bajar la fiebre. Y por eso On the Beach puede leerse hoy como un documento emocional, casi como una brisa que no pretende lucirse, sino regresar a su dueño.

Quizá la mejor manera de escribir sobre Chris Rea hoy sea volver a ese verso, dejarlo sonar, y entender lo que contiene: la nostalgia sin azúcar, el deseo de quietud, la inteligencia de quien sabe que la vida se rompe cuando olvidas tu lugar. Formentera fue uno de esos lugares: no una fantasía, sino una práctica. Un modo de ser. No fue un capricho estival ni una postal para colgar en el frigorífico. Fue una especie de religión privada: la isla como método.

Chris Rea y su mujer, Joan, llegaron allí conjurados por un dios apotropaico. Descubrieron algo que hoy suena casi subversivo: la lentitud como lujo real. La isla ofrecía la pausa de la senda de los elefantes. Algo que en un pasado más o menos reciente llamábamos bajar el volumen del mundo y reinventarlo en los silencios y sonidos del cuerpo. On the Beach no es solo una canción famosa de 1986: es un lugar escrito con ese cuerpo.

Hay una imagen que me gusta especialmente: Rea sentado en un bar mirando el puerto, viendo cómo cae el sol con esa solemnidad sencilla que tiene el Mediterráneo cuando no intenta venderse. No es difícil convocar la empatía. Esa eternidad no es mística de souvenir: es la eternidad práctica. La que te devuelve al cuerpo. La que te quita el ansia. La que hace que un compositor, en vez de perseguir la siguiente idea, deje que la idea le encuentre.

Tiene esa cualidad de ola lenta: no te empuja; te mece. No presume de gran estribillo; insiste en una temperatura.

Algo hay aquí de sensación de pertenencia, a decir de Bob Dylan. De eso se trata: un lugar en el mundo que deja de exigir rendimiento. Donde uno puede estar sin representar nada. Donde puede ser elefante. Formentera como refugio y afinador. Algo hay también de nuevo bautismo, de reseteo, de reinicio de la sangre. Porque la Mola convoca esa energía. Es algo ancestral y poderoso. Es una belleza donde resuenan la brisa y el horizonte.

Las islas tienen esa energía en su ADN: una isla es amar un horizonte, a decir de Dereck Walcott. Tal vez la isla fue eso para Rea: una orilla donde el tiempo dejaba de morder.

Formentera seguirá ahí, con su luz blanca y su obstinación de caracola: cada vez que uno acude a su llamada, se ilumina de inmensidad (Ungaretti). Y esa es la cualidad del vínculo entre el arte y la vida. A veces, cuando alguien nos deja, el lugar que amó se vuelve más nítido para los demás. Tal vez la isla ha ganado otra forma de eternidad, la que cabe en un verso: take me to the place that I know.

Por Gabriel Torres Chalk

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