IBIZA Y RAFAEL ALBERTI: PRISIONERO EN UN MONTE DE PINOS

Dibujo de Gabriel Torres Chalk
Ibiza y Alberti se rozan como se rozan dos metales en la noche: sin espectáculo, pero saltando una chispa que luego queda escondida en la palma. No es el vínculo fácil de isla y poeta. Es otra cosa: un nudo de luz con historia dentro, un blanco que no decora, sino que delata.
Rafael Alberti llega a Ibiza en el verano de 1936 con María Teresa León, cuando España está a punto de partirse como una granada madura. Lo que iba a ser descanso se vuelve umbral. La isla —que parece hecha para el olvido feliz— se convierte, de pronto, en escenario de persecución, miedo, escondites, y esa sensación de que el mundo, de un día para otro, ha cambiado de música.
Ese dato biográfico no es un pie de página: es la llave. Y aquí ocurre una paradoja preciosa. Ibiza suele contarse con vocabulario de pureza: cal, sol, azul, paredes que devuelven la luz como si el aire fuera una sábana tendida. Pero Alberti la mira —o la recuerda— con una capa adicional: la isla como refugio y frontera, como belleza y peligro, como lugar donde el mar no es solo paisaje sino destino.
Su Ibiza aparece como una isla que revive y resucita, con gente que “brotaba” como si la vida emergiera desde la tierra o desde lo hondo del mar: una imagen casi bíblica y a la vez física, de barro y sal.
Ibiza y Rafael Alberti no forman una pareja de postal: forman una pareja de marea. De esas que no se ven desde el paseo marítimo, sino desde el reverso del agua, cuando la isla se queda sin maquillaje y el viento empieza a escribir con letra torcida. Alberti —que venía del mar como quien viene de un juramento— no necesitaba que Ibiza le explicara nada: Ibiza ya hablaba su idioma, ese idioma salado donde la belleza es siempre una amenaza dulce.
Porque Ibiza no es solo luz. Ibiza es también una sombra nítida. Una claridad que corta. Y Alberti, que fue un poeta con brújula y con fiebre, entendía bien esa clase de claridad: la que ilumina por fuera, pero por dentro te obliga a mirar el inventario completo.
La isla, en Alberti, es como un cuaderno de viento. Cuando pensamos en el poeta, pensamos en Cádiz, en el Atlántico como patria líquida, en la espuma como una forma de memoria. Ibiza entra en ese mapa no como una excepción, sino como una variante: otro modo del mar, otra sintaxis del blanco.
El blanco ibicenco —pared encalada, cal viva, silencio de mediodía— no es un blanco neutral. Es un blanco que te mira. Un blanco que te devuelve el gesto. Un blanco que podría ser, perfectamente, una página en la que el poeta se queda sin coartadas. Y ahí Alberti funciona como un sismógrafo sentimental: no escribe sobre la isla, escribe desde el temblor que la isla le provoca.
Ibiza, en ese sentido, no es decorado. Es un instrumento. Una especie de xeremia de sal y brisa y roca: si soplas con un poema, la isla responde con un tono que no se parece a ninguna otra costa.
Alberti deja escrito —en un poema amoroso, de memoria encendida— ese pasaje que parece una cámara lenta del alma:
«los pinares de Ibiza, la escondida trinchera,
el lento amanecer sin que llegara el día».
Dilo en voz baja y lo verás: pinos verde oscuro sobre un blanco imposible; el amanecer atascado; la respiración contenida.
Esos versos son importantes porque descolocan el mito de la isla complaciente. Aquí Ibiza no es fiesta ni glamour ni máscara. No es after ni all inclusive. Es tiempo suspendido. Es la naturaleza convertida en escondite. Es el Mediterráneo como una sábana enorme bajo la que alguien tiembla.
Y en Alberti, que siempre fue poeta de mar —mar como patria, como herida y como promesa—, esa suspensión se vuelve un mecanismo interno: lo que no se olvida se transforma en ritmo. El recuerdo no se archiva; se repite como olas y orillas y còdols.
Alberti es un nombre atravesado por la historia como una flecha: la guerra, el exilio, la vuelta, el retorno siempre con cicatriz. Y las islas —todas— tienen una relación extraña con el exilio: son refugio y frontera a la vez. Te protegen, pero también te recuerdan que estás rodeado de algo.
Ibiza tiene esa dualidad con una elegancia cruel. Puede ser un paréntesis de calma y, al mismo tiempo, una lupa. Hay lugares que te distraen; la isla, cuando se pone seria, te concentra. Te vuelve esencial. Te deja a solas con lo que eres y con lo que finges ser.
Si Alberti hubiera buscado huir, Ibiza no le habría servido. No es una puerta de atrás: es un espejo con marcos de cal. Por eso el vínculo tiene sentido en clave profunda: poeta de mareas y retornos, encuentra en una isla mediterránea un laboratorio de silencio, una pequeña máquina de verdad.
Hay un punto especialmente revelador: Alberti es un poeta intensamente cromático. Su imaginación tiene rojo, carbón, azul violento. Y la isla, en su mito inmediato, parece lo contrario: blanco y más blanco, como si el mundo hubiera sido lavado. Pero ahí sucede la alquimia.
El blanco ibicenco no apaga el color: lo provoca. Lo obliga a aparecer con más fuerza. Funciona como un amplificador. Es una pantalla donde el rojo de una voz se vuelve más rojo, donde el azul interior se vuelve más azul, donde la memoria política —cuando aparece— no entra como consigna, sino como latido.
Hay una Ibiza que susurra “olvida”. Y hay otra, la más interesante, que dice “recuerda con precisión”. A Alberti le interesaba esa segunda, la que transforma la belleza en responsabilidad.
Años después, ya en el exilio, la isla vuelve como un trazo azul que se estira y duele:
«Azul se estira Ibiza. Allí fui prisionero en un monte de pinos».
Una frase que no necesita adjetivos: la palabra prisionero clavada en una isla que la imaginación turística nunca deja pronunciar.
Quizá ahí esté el núcleo del vínculo: Ibiza como belleza que no anestesia, como claridad que no absuelve. La cal no tapa: revela. La luz no suaviza: enfoca. Por eso Alberti encaja tan bien con la isla cuando se la mira por debajo de la marea.
Porque incluso cuando canta, lo hace con memoria histórica en los nervios y los tendones. Y la Ibiza que realmente importa —la Ibiza profunda— comparte esa doble condición: puede ser descanso, pero también mirada crítica.
Si uno quisiera imaginar una Ibiza-Alberti para el futuro, no la pensaría como parque temático de sí misma, sino como isla de escucha. Un lugar donde la poesía no se usa para posar, sino para afinar la conciencia.
Alberti sería, en esa Ibiza futura, una especie de faro humano: recordándonos que la belleza, cuando es verdadera, no viene a entretenerte; viene a mostrarte.
Y en medio de ese pensamiento vuelve el rocío: pinos, trinchera y horizonte, amanecer que no llega. Ibiza no como postal, sino como latido contenido. Alberti no como souvenir literario, sino como brújula mojada de sal.
Hay una Ibiza que el turismo convirtió en altavoz, pero también existe la Ibiza anterior —y la subterránea— donde se escucha el crujido del mundo. Caminos secos, bancales, cal y piedra, puertas bajas y sombra fresca.
Ahí la isla funciona como escuela de oído. Y Alberti es, sobre todo, oído. Oído marino. Oído histórico. Oído para la dignidad y para la pérdida.
Su vínculo con Ibiza puede leerse así: como una afinación imperfecta. La isla como diapasón; el poeta como cuerda. Tensas un poco y suena una verdad distinta.
Ibiza y Alberti: marea y palabra. Cal y sangre. Una isla que no promete paraíso y un poeta que no promete consuelo. Se encuentran justo donde la belleza deja de ser adorno y se vuelve destino.
Por Gabriel Torres Chalk
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