La Mola d’Albarca no sólo despierta interés por las Torres d’en Lluc, el recinto amurallado al que las excavaciones arqueológicas no han podido encontrar una explicación.
El imaginario popular cuenta que podrían haber sido construidas por la misma gente que escondió tesoros en las cuevas situadas un kilómetro al norte de las torres.
Pero dos ilusos buscadores sólo encontraron huesos y el celo de la Santa Inquisición.
La semana pasada hablábamos de la falta de restos arqueológicos en las Torres d’en Lluc, lo que ha permitido que no se revelen las causas ni su fecha de construcción.
Así, se puede dar rienda suelta a las más fantasiosas especulaciones.
Una de las leyendas populares sobre el origen de esta muralla en la Mola d’Albarca explica que allí se refugiaron un grupo de moros tras la conquista de las tropas catalanas.
Las negociaciones expeditivas de la época hicieron que estos irreductibles, al igual que muchos de los últimos súbditos de Al–Ándalus, acabaran arrojados por los acantilados del lugar. Los gritos de lamento y horror que lanzaban ante su muerte explicarían el topónimo de la zona: es Ais.
Más prosaica, a la vez que creíble, es la versión del investigador de la toponimia Enric Ribes: los acantilados entre es Camp Vei y la Mola d’Albarca están repletos de cebollas marinas, de ahí que se llamen es Alls (los ajos).
En el otro extremo de la Mola, en la parte norte, en el cap d’Albarca o des Mossons, se encuentra otro foco de leyendas. Allí se concentran hasta cuatro cuevas: la cova des Pi, la d’en Jaume Orat, la de ses Estelles i la des Llibrell.
En ellas se habrían enterrado tesoros y no han sido pocas las expediciones infructuosas en busca de riquezas ocultas.
El desaparecido Joan Marí Cardona recopiló toda la información de un pintoresco siciliano llamado Sebastián Bellotto, que llegó a la isla en 1660 y que adquirió notoriedad por su facilidad para encontrar agua bajo tierra.
S’aiguader, como se le bautizó, se hizo amigo de Antoni Gibert, de Can Talec. Dos calaveras descubiertas en esta finca, y que Bellotto atribuía a Sansón y su esposa Persia, servían para los conjuros con que el siciliano pretendía encontrar los tesoros escondidos. Pero, cuatro años después, el esotérico buscador topó con la inquisición y acabó preso en Mallorca.
Gibert continuó con la labor de su socio y, junto a un grupo de ilusos que convenció, encontró la cueva d’en Jaume Orat y derribó la losa de piedra que la cerraba. Sólo encontraron caracoles y restos de aves.
Gibert no se dio por vencido: los huesos, según él, demostraban que allí se refugiaron 200 personas que escondieron sus tesoros, tal como le contó el siciliano.
Pero el celo del Santo Oficio puso punto final a las investigaciones de este inquieto ibicenco.
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